Corazón de Gárgola (III)

Le sostuvo la mirada y, durante un instante, tan sólo un segundo, pensó no responder, soportar sus abusos y dejar que el tiempo hablase. Pero una breve mirada a los ventanales le recordó que a veces el tiempo se queda mudo…

-Yo… quisiera saber qué tenéis reservado para mí cuando cumpla los dieciséis.

Él la miró al principio sin decir nada, después se rió por lo bajo sacudiendo la cabeza.

-Mi pequeña favorita…¿qué crees que te depara el futuro? ¿Un insulso noviciado en algún Templo de los Reinos? No…yo había pensado en otra cosa…

Mientras hablaba la había ido empujando hacia la gran cama con dosel que dominaba la estancia. Tenía sábanas de suave algodón, un colchón de plumas y un armazón de madera de roble de las islas Duruwen. La lanzó contra el mullido colchón y se subió sobre ella, abriéndole las piernas. Ella comprendió que no hablaría más hasta conseguir lo que quería, así que se dejó hacer, deseando que pasase lo antes posible.

 

El Alto Sacerdote la besó con furia, llevado por la intensa lujuria que lo dominaba cuando estaba con ella. Fue bajando por el cuello, besando y mordiendo con una fuerza excesiva mientras le iba arrancando la ropa del cuerpo. Olió la sangre y reprimió un suspiro de frustración, pues aquello significaba que era una de sus noches más salvajes. Y le había tocado a ella. Qué bien. Giró la cabeza y vio la colección de látigos y demás instrumentos expuesta en una mesa. Una intensa corriente de furia recorrió su columna. ¿De las más salvajes? Aquello era peor. Había algunos que no había visto jamás y que preferiría no experimentar en su cuerpo… Él interpretó el escalofrío como deseo e incrementó el ritmo de los besos, llevó una mano a su sexo e introdujo dos dedos con fuerza, una y otra vez, como si pretendiese taladrarla de un lado a otro. Ella contuvo el impulso de cerrar las piernas y atacarle.

Aquel hombre estaba midiendo su respuesta a su brutalidad, estudiaba los límites de su cuerpo, hasta dónde podía forzarlos… Ella llevaba años soportando estoicamente todas y cada una de sus torturas sin emitir un solo sonido de queja, lo cual era, sin asomo de duda, contraproducente: porque el Alto Sacerdote se frustraba consigo mismo porque pensaba que estaba haciendo algo mal y con ella porque pensaba que le estaba retando. Y no se equivocaba del todo. Se había propuesto no darle la satisfacción de oírla gritar… Al menos no a ella, al menos no de esa manera.

Paró y se levantó de la cama, la puso a ella con la cabeza colgando del borde de la cama y comenzó a penetrarle la garganta de la manera más bestia. Pero ella apenas sentía dolor. Eran ya demasiados años de práctica… Cuando se cansó de esa postura de cogió de las caderas, la puso de espaldas a él y empezó a embestirla con fuerza…tanto que llegaba hasta el fondo y dolía. Pero ella no soltó el más mínimo gemido. De hecho, llegó a disfrutar de aquel salvajismo… Había aprendido que, si inclinaba un poco las caderas hacia dentro con cada embestida alcanzaba un punto de placer que la volvía loca y la hacía alcanzar el clímax. Pero él no debía darse cuenta de nada…

Finalmente la soltó. Y ella supo que estaba a punto de acabar. La tumbó en la cama bocarriba, se puso él encima y volió a penetrarla, esta vez lenta y profundamente. La agarró del pelo y la obligó a mirarle a la cara mientras escupía sucias palabras sobre ella.

-Dime, puta, ¿te gusta? ¿Estás pasándolo bien? Sí, esa cara de zorra viciosa dice que te gusta que te folle como a una perra…Oh, sí… ¡¡Sé que te gusta que te taladre con mi polla!! Vamos, suplicame más… ¡¡Chilla, puta!! ¡¡Grita!!

Entonces tiró de su pelo todo lo fuerte que pudo mientras se corría dentro de ella con un grito como de triunfo. Ella sentía como su semen la llenaba y se desbordaba. Y, para su desgracia, ella se convulsionó con el orgasmo más intenso que jamás había experimentado. El hombre la miró con una ceja alzada y una sonrisa irónica en la cara.

-¿Ves, putilla mía? Sabía que te gustaba…

Por suerte estaba ya viejo y tuvo que tumbarse a su lado para recuperar el aliento. Ella, de espaldas a él, esperó la orden de siempre de tomarse las hierbas para no quedarse embarazada. Pero la orden no llegaba.

-Mi señor…las hierbas…-acertó a balbucear.

-¿Hierbas? No seas ridícula… Eso forma parte de lo que te depara el futuro. Te quedarás aquí y serás mi concubina. Tendrás mis hijos y me satisfarás cuando yo quiera, a pesar de que siga follándome a todas las tiernas novicias que pasen por aquí hasta el día de mi muerte. Me darás hijos varones a los que instruiré para sucederme y a los que también satisfarás cuando yo guste. Me darás hijas hembras a las que me follaré hasta reventarlas cuando me venga en gana. Serán mías, mi sangre…Mias…

Casi pudo oír cómo se relamía… Con cada palabra aumentaba el asco que sentía por aquel ser, tan despreciable que hasta en el mismísimo infierno lo repudiarían.

Paralizada de rabia como estaba no vio que le inmovilizaba las muñecas contra los postes de la cama y se levantaba para coger uno de los horribles instrumentos aquellos. Entonces empezó a gritar. Tantos años reprimidos salieron de golpe de su garganta. Sabía que nadie la oiría y que, de hacerlo, nadie movería un dedo para ayudarla. Pero sentía que debía gritar hasta que los pulmones le estallasen.

Él se fue acercando a ella con el artefacto en la mano, sonriendo como el loco que era y, cuando estaba a punto de tocarla con el frío metal, una de las ventanas estalló sembrando la habitación de cristales.